lunes, 3 de agosto de 2009



sábado, 11 de abril de 2009

Un claro tiempo de azahares: Visión paradisíaca, en prosa recamada por una preciosa pedrería lingüística

  La Universidad Nacional de Tucumán, a través de su secretaría de Post-Grado, continúa con loable ademán en estos tiempos de penurias editoriales, su publicación de textos valiosos originados en la provincia. Por las muestras que conocemos, la nómina es rigurosa y este dato debe destacarse convenientemente.

  En este caso la elección ha recaído en una novela corta, “Un claro tiempo de azahares”, cuyo autor es Jorge Namur. Su profesión, la de ingeniero agrónomo, no ha sido obstáculo, sino todo lo contrario, como su devoción a las cosas e historia de su tierra lo atestigua, para urdir páginas de una prosa trabajada, recamada, podría decirse, con una preciosa “pedrería lingüística que no cede en ninguna parte. Como si el autor, además de atestiguar experiencias, quisiera también darle ilimitado crédito a la belleza expresiva en los más diversos registros.

  La idea inicial, desarrolla con fortuna, es la de un protagonista, Ezequiel, cuya alma asiste, al principio, a las peripecias del propio entierro. Pero el presente inmediato se convierte, por arte de una pluma experta, en una reminiscencia vasta y abarcadora de un cosmos denso de vivencias aleccionadoras, en tanto han podido formar un alma verdaderamente hermosa.

  Una especie de reconocimiento pánico, por todo lo que existe o podría existir, atraviesa el libro de cabo a rabo. La historia, próxima o remota, se da la mano con la anécdota, los rasgos familiares, y quienes los encarnan, son radiografiados con una síntesis sugestiva y un cariño poco frecuente en manifestaciones literarias contemporáneas, la geografía y todo lo que nada, crece, repta o vuela, captados minuciosamente y calificados por medio de adjetivos muchas veces sorprendentes.

  De este modo se presenta un universo de recuerdos vivos, cálidos los que se originan, como acordes con la tierra tropical de los que se originan, y parientes, amigos, vecinos del difunto, quien percibe con los ojos mas abiertos que nunca, hacen un desfile inédito y doblemente inédito por ello. No caben dudas de que este “Claro tiempo de azahares”, titulo por demás exacto, está basado en una especie, nada frecuente hoy, de un reconocimiento hondo por todo lo que existe, y que podrá complacer especialmente a lectores aficionados en la provincia tucumana. Tampoco resulta frecuente, hoy menos que nunca, que este reconocimiento amoroso no se vea enturbiado por notas de mal gusto, de amargura, de angustia insondable, o por esas vaharadas de odio o mal humor propios de las letras actuales, foráneas o nativas.

  Y no está de más, aunque ocurra esporádicamente, bañar el espíritu en páginas perfumadas, más que por la flora indígena, por un noble sentimiento metamorfoseado, a través del idioma, en una acción de gracias pura y de indudable transparencia. Y no hay aquí elogio, sino tributo de justicia. © LA GACETA

 

                                                                                                    Rodolfo Modern

UN CLARO TIEMPO DE AZAHARES

     La frágil y bella Doña Rosalba no tuvo hijos pero sí crió dos pequeños perros y dos criadas taciturnas que vivían en los fondos cerca del aroma del jazmín magno y a la vera de la exaltación de las clivias primaverales en la base del aljibe de mármol blanco que sostenía complicadas rejas españolas. Se casó nuevamente, años más tarde, ante la oposición de Ezequiel, de Carmen y de las criadas que, por primera y última vez, le mostraron una contrariedad, abandonándola para siempre. En poco tiempo perdió casi todo lo acumulado por el primer marido hasta que, por un golpe de suerte, perdió también al segundo. Finalmente fue a pasar sus últimos días en casa de una sobrina, entre los saldos de porcelanas y cristalerías y los óleos de ancianas nativas que desgranaban marlos. ¿Qué habría sido de aquel tapiz?

 

     Gran Guacamayo nos hizo de barro, nos dio la voz, el verbo. Antes fue el Gran Tapir, grande y fuerte; algunos, herbívoros; otros, carnívoros. Pero una noche llovió fuego, y un día después ya no estaban. Y volvió a surgir y entonces las aguas y entre ellas venimos naufragando con tantas arrugas a cuestas: replegados repliegues que aprisionan sueños.

 

     La misma mota que vagaba errática, estalló en minúsculas salpicaduras que le devolvieron otros acontecimientos de antaño: estaba la hermana de Don Mardoqueo, Beatriz Molina de Peñalosa, de

Profesión farmacéutica, casada en primeras nupcias con Abenamar Peñalosa a quién se le acusaba de haber traído al pueblo un juego desconocido por entonces; después se supo que se llamaba golf y que en realidad, no era malo, y que ya se jugaba desde mucho antes en la apócrifa cancha inglesa, con cipreses envueltos en ropajes de polvo levantados por carretas con bueyes que arrastraban caña entre los caminos vecinales, tuyas deshidratadas por la canícula de primavera, pinos e insolados cedros y un cuidado césped que había recibido más respeto y cariño que quiénes lo mantenían: la cancha contigua al ingenio.

     Doña Beatriz Molina de Peñalosa, que había asistido con sus pociones y brebajes a todo el pueblo, fue la dueña de la primera botica, heredada de su madre, que había hecho fortuna gracias a los ubicuos mosquitos palúdicos. Así lo recordaba María Concepción- la madre de Carmen de Valdez- quién había ido quedándose sorda conforme alumbraba más y más hijos que llegaron a ser nueve supervivientes y cuatro muertos aún niños y que gracias a su sordera logró preservar, muchos años después, un castellano ya en desuso: por cine decía biógrafo; por pull-over, tricota; por farmacia, botica, y por almacén, fonda. Recordaba también el comentado origen de la fortuna de los Molina. Se decía que la boticaria informaba al escribano sobre la gente que estaba en trance de muerte y acuciada por problemas económicos. En arreglos de cuartos de agónicos y en felices intervenciones de velatorios se fueron acreditando las sesenta y seis propiedades con las que frenaron por un buen tiempo el progreso del pueblo hasta que, finalmente, fueron a dar en manos de gente más progresistas.

     Por otra parte, Abenamar Peñalosa se fue relacionando cada vez más y más con los ingleses que venían al ingenio. Aprendió a hablar correctamente su lengua, y un día se animó a un viaje. Se había extraviado todo un día en Londres pero volvió deslumbrado de la belleza, a su decir, lacustre de Nueva York, de la locura colectiva de tener un museo para mamarrachos llamados modernos, y de su refulgente presencia en la noche cuando se llegaba en barco.

     Por entonces, en la colonia del ingenio no se hablaba el castellano, de tal suerte que quiénes habían nacido allí, cuando tenían que concurrir a la escuela de la ciudad, desconocían el idioma nativo, sólo algunos pocos pudieron escapar al círculo hermético del idioma y las costumbres: Nancy Herriot fue una de ellas. De su termo se decía que siempre llevaba Whuisky, y seguramente era así, porque sus costumbres resultaban a veces demasiado relajadas. Amiga de los Peñalosa, frecuentaba la casa donde parloteaba de tierras desconocidas y costumbres raras. Con el tiempo se fueron aislando más y más con Abenamar, con quien se dice, no sólo bebían, también jugaban al tenis y hasta practicaban algunas de las permisivas costumbres inglesas, juntos.

     Advertida Doña Beatriz por medio de una anónima misiva acerca de las sospechosas vinculaciones del marido con la extranjera que acostumbraba tomar principescos té en casa de los Peñalosa, organizó unos días de descanso en la casa de campo pero, apersonándose antes de lo debido, encontró en su propio lecho al otrora atlético y atractivo Abenamar, con la inglesa, abrazados y borrachos.

     Fue una situación conflictiva en la que hubo excesos no-solo verbales: la riqueza del castellano de una rebasó las posibilidades idiomáticas y la pobreza de lengua de la otra que se entorpeció en la debacle, pero el orgullo imperial de la anglicana se le encrespó entre las oceánicas cantidades de Whuisky ingerido y pudo sobreponerse a los mordiscones, chuzchazos y arañazos de la criolla.

     Tan mal rato solo se purgaría con el inmediato abandono del hogar por parte de Abenamar que, repudiado, se abandonó a la bebida y andaba sincerándose con todos aquellos dispuestos a escucharlo. Para Nancy fue el fin de su exótica aventura: jamás volvería a escapar del círculo mágico de lenguas prohibidas y vivencias distanciadas. Al tiempo, un inglés la asiló en África.


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